No solo la edad y enfermedades neurodegenerativas como el alzhéimer  afectan negativamente a la memoria. Ciertas situaciones fisiológicas y  algunos hábitos también nos lo ponen más difícil a la hora de almacenar y  recuperar recuerdos.
Estrés crónico:  Según sacaba a la luz el año pasado la revista Neuron, las hormonas del  estrés afectan negativamente la función de la corteza prefrontal, una  región del cerebro que se ocupa entre otras cosas, de almacenar la  memoria de trabajo (que almacena información por un breve lapso de  tiempo) y de tomar decisiones. Y todo porque las señales en esta zona se  transmiten a través del glutamato, cuyos niveles caen cuando nos  estresamos reiteradamente.
 
Embarazo: Las  embarazadas tienen una especial predisposición a ver mermada su memoria  espacial, la que nos sirve para orientarnos y recordar dónde dejamos las  cosas, según un estudio presentado en la Conferencia Anual de la  Sociedad Británica de Endocrinología. Esta pérdida de memoria es más  acusada en los dos últimos trimestres del embarazo, y se mantiene hasta  tres meses después del nacimiento del hijo. Por suerte, es reversible.
Fumar:  Un reciente estudio de la Universidad de Northumbria revelaba que los  fumadores tienen peor memoria que los no fumadores. Concretamente, en  pruebas de memoria en que se les pedía recordar una serie de tareas  asociadas a distintos lugares, los no fumadores recordaban un 81%,  mientras que los adictos al tabaco solo recordaban un 59%. Dejar de  fumar revierte estos efectos negativos de los cigarrillos.
Exceso de grasa:  Si nuestra dieta incluye demasiadas grasas saturadas y colesterol el  cerebro se inflama, la función nerviosa se altera y la memoria de  trabajo o memoria inmediata se reduce, tal y como se desprende de un  estudio dado a conocer en la revista Journal of Alzheimer's Disease.
Hipertensión:  A partir de los 45 años de edad, la presión arterial alta o  hipertensión se asocia con una pérdida de memoria, según demostraba un  estudio de la Universidad de Alabama publicado en Neurology. Los autores  lo atribuyen a que la presión sanguínea alta debilita las pequeñas  arterias del cerebro, lo que puede desencadenar daños neuronales.
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